la escritura del dios

"Que muera conmigo el misterio que está escrito en los trigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él"

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Buenos Aires-Madrid

El mismo tiempo que le volvería la razón hecha trizas le hizo recordar que ella había sido, a lo sumo, dos años su esposa. Entonces, extasiado por la claridad, miró el reloj y supo que no la reconocería. En la pantalla titilaba el anuncio ARRIVE-BUENOS AIRES y un niño reía mirando los aviones parqueados. El cielo comenzaba a cerrarse de nubes grises, de horas oscuras, y su vejiga, ataviada por el frío, le imploraba vaciarla. Orinó y la maniobra final le ensució, tres gotas, el pantalón.

―¿Lo notará?

Se perfumó el cuello y las manos sin detenerse a observar el desastre que era pero aún así el reflejo fue inclemente con él. Dio media vuelta al espejo y salió para llegar con tiempo de sobra a su encuentro. Adelante, cuando giraba a la izquierda, advirtió, llegando al muelle internacional, que, tras cuarenta y tres años, lo único que sabía de esa mujer a quien esperaba, ahora sentado en una banca, era que en algún punto, lejano y perdido de su juventud, la había amado.

Pero… ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Se preguntó.

A María la conoció durante su fiesta de quince, por casualidad. Pues la invitación le llegó de la nada cuando un primo menor adolecente, al que sin custodio no lo hubieran dejado ni asomarse al evento, no encontró, después de tentar a media familia con favores y promesas, ninguna otra opción. ¡Por favor Flavio! ¡Por favor! Y él, aunque amanecido, aceptó.

De este tipo de azar, luego diría, fanfarroneando con sus amigos de calle, que si “algo” lo había elegido para estar con María ese “algo” había sido el destino. Entonces parecían días mejores y a menudo, después de dos o tres docenas de copas, explicaba el por qué: “…no sólo fue haber dicho “presente” ese día sino haber estado bien ubicado a la hora del el vals”

―¿Quién eres? –Mientras danzaban al compás de la marcha.

―Tu regalito de quince –Cuando la tomó de la cintura pegándola, con fuerza, a su miembro– ¿Sientes?

Y ella, en medio del Danubio Azul, asintió.

Ocho días después de la fiesta Flavio y María ya comían en el Cream-Helado cogidos de la mano. Y a los dieciséis años no sólo era su novia sino que también, en reserva, esperaba un hijo de él.

―¿Camilo?

―¡Sí!... Me gusta Camilo.

Pero cuando el secreto se hizo evidente, cuando el descuido tomó forma de nombre, ella, porque su familia: ¡No te queremos ver María, Vete de aquí!, dejó la casa, los muñecos dormidos, y se mudó al amparo y a la sombra de él. Y allí, bajo un mismo techo y sobre una misma cama, encontró la manera de adelantar aquellas vivencias que, para una mujer afanosa en vivir, tardarían media vida en pasar. No obstante, Flavio, prefirió esperar, por sugerencia de su padre y mecenas, a que ella sumara dieciocho para llevarla al altar. Momento para el cual los concubinos, conscientes de las apuestas de familiares y amigos que pronosticaban locura, optaron por una celebración austera, casi invisible, con la condición de no privarse de nada durante la luna de miel. Éste, un requisito que llenaron tan bien que, a la vuelta de dos años, cuando buscaban un lugar en donde pasar una semana de asueto, decidieron repetirlo allí mismo, honrando el delirio y desmadre de la primera vez, sin que intuyeran que de aquella villa de clima caliente regresarían heridos por la complicidad del amor y decididos a dar fe, ante Dios y la ley y sin más causa que el duelo, de su separación.

Desde entonces cuarenta y tres años habían pasado, no sólo sin saber mayor cosa de ella sino sin permitirse de nuevo un amor, hasta cuando, dos semanas atrás, lo sorprendió, del otro lado de la línea, diciéndole: ¡Me gustaría verlo Flavio! Una llamada que lo condujo automáticamente al rumor de aquel triste final: ¡Me voy Flavio, quiero olvidar, voy a olvidar, en quince minutos salgo del país, Adiós…!

―¿María?

―Hola

―Ha pasado el tiempo.

―¡El tiempo!

―¿En cuánto sale tu avión para Madrid?

―En tres horas.

―¿Un café?

―¿Una cerveza?

―Una,… está bien…

Caminaron despacio, atrapados por el silencio. Se acomodaron y pidieron.

―¿Por qué me has buscado?

―Porque estoy olvidando un recuerdo…

―¿Qué?

En eso María sacó una pelota de tenis renegrida de su cartera y, al acto, Flavio, abriendo los ojos, trajo del ayer la imagen de un niño flotando sobre las olas de una piscina, aún con la pelota amarilla en la mano. ¡Puta!

―¿Por qué ahora María? ¡Por qué!

―Quiero saber…

―¡Saber qué!... ¡Qué!... Si ha pasado tanto…

―Si esa mañana… cuando Camilo nos quiso despertar… y los dos… los dos ebrios... los dos drogados... ¿Él salió solo para la piscina?...

Entonces Flavio revivió toda la escena: Al niño tirado en la sala con la boca llena de polvo, muerto, y a los dos, nerviosos, acordando, simulando, un ahogamiento, empujando su cuerpo hacia el agua, mientras él, todavía llorando, estupefacto le decía: ¡Ponle la pelota, María, la pelota! ¡La pelota!

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