la escritura del dios

"Que muera conmigo el misterio que está escrito en los trigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él"

domingo, 17 de mayo de 2009

Días de duelo

Ha desaparecido el aliento de tu boca, fresa, y los violines de los campos ya paran de cantar. Ciento veinte kilómetros por hora y la velocidad del pensamiento no han inmunizado las barbas largas de los árboles, gigantes. ¡Ni las ramas de las secuoyas, ni las hojas de los baobabs, ni las raíces de los pinos, ni las ramas del ginkgo, ni las hojas del draco, ni las raíces del tejo, cuando lloran, mitológicos, el principio del desastre! ¿Acaso comentarán las cifras del final? O será la presencia de dragones invisibles, de animales que, sonriendo por las calles, dejan estelas de fuego tras su paso. ¡Que asaltan con el verbo y la palabra! ¡Mágica palabra y quema de musgo que atiza el frío de las almas! ¡Cuando ya chamizo se carga el corazón! O dirán que hay basura que se arrastra, que hay dioses asesinos de dioses asesinos. ¡Juegos macabros de niños inocentes! ¡Son tantos los asuntos milagrosos que suceden por aquí! Mientras cómplices los sonidos de la noche: la luna, el pájaro oscuro, la dama blanca, devoran a los muertos. Mientras, testigos mudos del baile que congrega al vértigo, los árboles y el viento, observan el lento desespero, la ruina inevitable de los hombres que se entregan y se hunden al goce momentáneo. ¡Delirio! ¡Presto recuerdo diluido entre las aguas del olvido! Río, como espejo contra espejo, que se va. Pero el círculo, que es geometría indescifrable reconocida como cierta, invita a que la desnudez de los cuerpos se haga de forma deshonesta, a que los barbaros circunciden, una y otra vez, a la ballena, a que los cultos y los eruditos enciendan, nuevas, las hogueras de sus casas. Es el ritmo, el ritmo en el que todo asunto se repite y se sucede. ¡Como cuando un sol infinito anhela cíclicamente ser el dueño de la luz!

viernes, 15 de mayo de 2009

Babas Rojas (Como tus besos, negra)

Ciclope, anoche soñé con ciclopes, con monstruos de un solo ojo. Los vi bailando en espiral, horribles de carácter, ansiosos, esperando el punto de la hoguera, hasta que la saeta de un hado criminal, en un segundo, los mató. La mano asesina equivaldría a la de una serpiente si las serpientes tuvieran manos que pudieran disparar flechas tan veloces como ésta y su lengua bífida, tal cual es por naturaleza, como no se supo imaginada, saboreó el carnero que asaban los gigantes. Regocijo que no le duro mucho ya que luego, a sangre fría, impotente y animada, entero lo tragó. Sin embargo un ojo traicionero del sueño despertó y, aprovechando que su pesada siesta era de llenura, la cabeza, de un mordisco, le arrancó.


Ciclope, anoche soñé con ciclopes… con monstruos de un solo ojo.

viernes, 8 de mayo de 2009

Las Flores Muertas del Jardín

Bajo una banca, tendido de costado, abierto, con el cráneo ahuecado, yace un muerto. Está tirado sobre el piso de un bus. Y nadie, excepto yo, lo ha visto (nadie, nunca, con tanto amor). Sin embargo más tarde, sé, algún transeúnte, algún curioso, algún agente de la policía lo encontrará así: vaciado de vida y todavía relamiendo, con su jeta entreabierta, el caldo de sangre y sesos en que ha quedado inserto su ser.


Tan solitario e incomprendido como siempre. Como siempre, desde su niñez.


Es de noche y por aquí, por estos lados, con unos aguardientes bien adentrados en el alma, Bogotá parece una ciudad más tranquila, menos cataléptica. ¿Sabe usted acerca de ésta enfermedad que padece la ciudad? ¡No!, muy probablemente no, pero esto poco importa,… pues es un tema que, por ahora, poco nos ha de importar. O... ¿Sí?

¿Que por qué maté al hombre? Primero: porque se lo merecía. Segundo: porque yo era el único con la potestad natural para hacerlo. Él era (¿es?) mi hijo. Y empeñando mi fe – mi espíritu – a cambio de la sentencia de un proverbio chino que dicta: “El hombre que da es el mismo a quien le corresponde quitar”, lo hice. Maté sin conmiseración alguna – aunque, antes, la tuve por años – al niño, al extinto canalla. Desangré al muchacho que yo alguna vez ayudé a engendrar.


En realidad, se trataba de un monstruo disfrazado de persona común y corriente, de un individuo que muy pronto erró del camino correcto. Y para mi absoluta desgracia, él, mi hijo, no fue más que un temible asesino, no más que un vil delincuente para quien matar fue su único oficio, su pasatiempo mejor.


Pero hoy, cuando ya está hecha la tarea, mientras espero a que florezca un nuevo día, queriendo deshacerme del frío tembloroso de las manos, del revólver, y teniendo de fondo el rugir de la ciudad, entiendo, a poco de perderme en la ebriedad, que el hecho de haber sido un acto salvajemente premeditado me convierte, a mí, en un monstruo de similar factura a la de él.


Entonces... ¡Espejo mío!