Cuando María advirtió el aguacero de cascos, el tamborileo de herrajes que provenía de afuera, se asomó por el mirador de la quinta y tras comprobar que el sonido le pertenecía a la bestia azabache que avanzaba impactando la grava y descascarando la yerba, salió corriendo al jardín a recibir a su esposo. Lorenzo se apeó del caballo ensimismado, indispuesto, pero aún así, cuando supo que Mario se encontraba durmiendo la siesta, aceptó el juego de seducción que le estaba proponiendo su esposa. Entrelazados en una danza de susurros y besos, el cortejo los fue llevando del zaguán a la alcoba nupcial y allí, explorando las cuatro esquinas del lecho, hicieron el amor como dos perros hambrientos. Cuando hubieron alcanzado el cenit, con las ventanas abiertas, retozaron desnudos y se acariciaron palmo a palmo los miembros. Él se concentró en rondar un pezón, y ella en dibujar corazones de acero alrededor del ombligo y su pecho.
¡Qué bien! ¡Volviste!
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