la escritura del dios

"Que muera conmigo el misterio que está escrito en los trigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él"

jueves, 9 de abril de 2009

Escobar Rosas, Jueves, 2 AM

Anoche lo supe mientras la parejita del frente se besaba instintivamente deseando la carne, primero la boca. Lo supe mientras mi amigo JP buscaba con afán apagar su ansiedad existencial con alguna chica fácil y húmeda (Pensé: ¿Serán efectos secundarios y urgentes por vivir solo en La Soledad?). Lo supe mientras el fulano aquel cerraba los ojos y creía ser eternamente feliz por un segundo – aunque nada raro que su estúpida felicidad estuviera cimentada en la ilusión pasajera que brinda la bara.


Entonces ahí,… lo supe: "Yo no pertenezco a ninguna parte. ¡No pertenezco ni siquiera a la parte de mí que soy yo! ¡Fíjate!"


Y la certeza llego antes de clase, antes, mucho antes, seguro porque es un legado que viene rondando a los hombres de siglos atrás. ¡Atrás!, de los etruscos, de los romanos, de los griegos, de los esclavos negros, de los indios empalados, del pecado original, atrás, de las cavernas. O antes. ¡Antes!, del átomo, del gusano de seda, de lo invisible que hay oculto entre lo visible. Pero también sé que es un asunto, gota a gota, que se ha ido clarificando en mi mente mientras devoro los libros, mientras juego a entender la palabra, mientras me atrapa la herencia, mientras me amodorro oyendo el canto de los gorriones, mientras perpetúo el adoctrinamiento, mientras creo curarme en algo del naufragio y del embrujo leyendo los versos bonitos del Capitán.


Aunque, en realidad, aquí lo confieso, este incidente revelador pasó después de ti, después de buscarte, después de perderte.


¡Mira!: yo caminaba por el centro con las manos en los bolsillos ajeno a todo, ajeno a la geografía del lugar, ajeno a los converse que tanto me gustan en las chicas delgadas, ajeno a los peinados raros, ajeno a los diálogos de los contertulios cuando entendí que no hay nada, nada, nada, que me corresponda. ¡Nada!


(Y si alguna vez me sentí cómodo hurgando tu cuerpo, tumba de nadie, yaciendo muerto y moribundo junto de él, en paz respirando tu aliento, mordisqueando tus dientes, bebiendo tu jugo furioso y silente, puta, tú, fruto de mi deseo, es porque aun no comprendía que tu soledad era tan infinita y perenne como la mía. Roca y mentira entonces, porque tu necesidad también enquistaba el miedo perpetuo, atrás, a la sombra. Imposible que no)


Y lo mejor es que anoche supe también que si algún motivo (consciente o inconsciente) nos conduce a negar lo que somos – a intentar huir constantemente en proyectos, en planes de ir a la paya o de ir a bailar a la disco, en abordar misiones inútiles, en adentrarnos en relaciones humanas que nos faciliten olvidar por segundos nuestra limitación innegable a la hora de poseer y de amar, etcétera – es por intuir lo que somos… entonces, que no somos… no somos...

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