la escritura del dios

"Que muera conmigo el misterio que está escrito en los trigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él"

jueves, 23 de abril de 2009

El Reloj y La Arena (Fragmento Cap. 4 – Novela)

4. “La fe en Dios opera en el monje hinchiendo su espíritu de fervorosas virtudes que, después de socorrer poderosas razones, lo sanan y lo santifican. De las primeras, la sabiduría, la justicia y el valor obran al más porque de las segundas de lejos prima la razón del amor. Así, del resultado de estas cuatro, todas sumas bondades, el buen monje debe gozar si lo que quiere es salir victorioso ante cualquier opresión de la carne, bien sea ella explicita duda o disimulada tentación del demonio.”


La mención anterior, además de ser valorada como una de las citas clásicas de la Orden, tenía cierta predilección entre los monjes Líderes cuando se trataba de apagar, mediante un llamado oportuno, el fuego incesante de una boca curiosa. Exhortación reflexiva que se ajustaba, como refrescante y rigurosa camisa de fuerza, a la medida del vacío, insondable y ardoroso, con que llegaban al claustro las mentes más ávidas de conocimiento y saber. Ciertamente la talanquera que le cerraba el paso a los intelectos que brotaban del cascaron con un marcado gusto por ir hacia el juego desafiante, por preferir el pensamiento conflictivo, por elucidar en la doctrina ideas atrevidas e inquietantes. Mentes de párvulos parlanchines que, durante el desarrollo de su vida misionera, buscaban, por lo general, tranquilizar el desasosiego, el ansia loca del saber, persistiendo, ingenuamente, tontamente, en querer entender el principio de toda razón impuesta, sin doblegarse, comenzando por flanquear con dardos venenosos el rigor de las normas, de los métodos, a través de preguntas y cuestionamientos, algunos maliciosos y otros en extremo suspicaces. Pero indagar y hacer elucubraciones acerca de la teoría textual de la Orden, olvidando lo consagrado en el Texto Guía, era considerado una deshonra para con Dios y la Fe. En otras palabras, controvertir y cuestionar lo establecido era un asunto serio que podía acarrear penas severas y castigos atroces. Sin embargo el conducto regular señalaba que las primeras sanciones predestinadas para tal fin debían ser un tanto flexibles, no bondadosas. Y en conformidad con la intensión de las mismas – cuya finalidad era advertir a los novicios de su error e intentar ayudarles a enderezar el rumbo errático de su pensamiento perdido – la mayoría de éstas precisaba correctivos veniales que pretendían encausar el libre albedrio. Así, las primeras penitencias consistían en requerimientos menores, a los sumo dos días de ayuno o seis horas extras de rodilla y oración sobre cinco mil quinientos granos de arroz, que fomentaban la reflexión del insurrecto y que podían, o no, intensificarse de acuerdo a la tozudez del rebelde de turno; llegando al extremo, de si sí, de recibir cien azotes de fusta o de yacer bajo el desconsuelo de la sombra sin nadita más que comer que tres mendrugos de pan y si a caso seis sorbos de agua no más. Incluso, al amparo de la ley se tenía como último recurso, de darse la necesidad aberrante de diezmar radicalmente el propósito de sublevación de un reincidente peligroso, la opción de la pena de muerte concertada. Ésta, literalmente una auto-inmolación honorífica, inducida, en pro del bienestar común de la Orden que jamás se imputó porque las reprimendas previas evitaron ir hasta la aplicación de un instrumento disciplinario tan terminal.

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